9 may 2010

Al acebuche no hay palo que le luche...

...en la Montaña del Pleito había uno que era primo de Juan Caballero…y ese hombre atajao con el garrote, coño, no había dios que le ganara. Si los amigos le decían: ¡ pos a ti no hay nadie que te gane jugando con el garrote! ...y el respondía: ¡yo juego con el diablo si viene jecho un hombre!


Eduardo González*. Panchito Caballero Rodríguez y Manuel Guedes Rodríguez nos contaron en más de una ocasión lo que al parecer sucedió en la Montaña del Pleito hace ahora quien sabe cuando. Y nos relataban con gran entusiasmo estos dos pastores el enfrentamiento que tuvo lugar entre dos afamados y expertos garrotistas donde ni uno ni otro pudieron, por más que lo intentaran, doblegar a su contrincante. Uno de ellos, a quien la memoria de noventaiseis años de Panchito emprimaba con Juan Caballero, llevaba tiempo ansioso por medir su destreza y agilidad en el manejo del garrote con alguien que a su altura estuviese. 

Y una tarde, ya anocheciendo, se encontró con el contrincante que a estas expectativas correspondería. De frente a frente se vieron, garrote con garrote cruzaron, garrote con garrote cubrieron pero ninguno ganaron. Después de bastante tiempo mandándose y atajándose palos la contienda acabó porque, en un lance de ésta en que los bordones permanecieron cruzados en alto permitiendo el justo momento para darse un respiro, el primo de Juan Caballero vio que donde su adversario debería llevar alpargatas o calzado alguno sobresalían afiladas y relucientes patas de gallos. Fue entonces cuando se dio cuenta que estaba enfrentándose al mismísimo diablo. Lucifer, al darse por descubierto delatado por el brillo de sus espolones, desapareció instantáneamente entre una misteriosa nube de humo y polvo de azufre. Era la forma natural que empleaba en aquella época para evitar mas acusaciones de las que ya tenía. La pelea quedó en tablas.


Manolito Guedes, Maestro Manuel Guedes Rodríguez para ser exactos y honrar así con más puntualidad su memoria, nos hacía muchos cuentos de su época. Nos contó anécdotas e historias que a él le contaban de niño y nos relató hechos y sucesos que el observaba con sus propios ojos. Patas de gallo no vio mas que aquellas que se agarraban al palo del gallinero y que, acompañadas por kirikikies madrugadores, relucían en las mañanas que apuraban el ordeño. Hoy hará más de veinte años que se convirtió en el maestro que nos enseñó el manejo del garrote. Y nos enseñó bien, tanto que no solo nos reveló trucos y técnicas para acabar con el oponente en el suelo, o desarmarlo, si era necesario. Nos enseñó la habilidad de un golpe de garrote en el preciso lugar del codo para hacer saltar por el aire el cuchillo traicionero que nos atacase como así mismo nos enseñó que a las personas no se les va con el cuchillo. El naife, según él, es usado por los pastores para otros menesteres. La diferencia entre la pelea y el juego nos la dejó muy clara.

También tuvo Maestro Manuel la delicadeza de ejercitarnos, y es de lo que en esta ocasión quería hablarles, en como preparar y hacernos con un garrote reglamentario. No quería este pastor que no dispusiéramos de una buena vara de acebuche con la que estar bien resguardados. Es posible, quien sabe, que se diera la ocasión que nos encontrásemos, como se encontró el primo de Juan, con el diablo hecho un hombre… o con un hombre hecho el diablo.

“Al acebuche no hay palo que le luche”, nos decía. Y nos bastaba este dicho del saber popular para hacernos una idea del tipo de madera que este árbol nos proporciona. Si bien existen otras especies arbóreas que nos surtan de varas dignas de ser empleadas para los usos a los que nos estamos refiriendo, como lo son el escobón, el almendrero o el brezo, el acebuche ha tenido siempre una consideración especial tanto por parte de los pastores como de los campesinos. “Al escobón le dio un bofetón”, “al almendrero le dio palos en el terrero”, “al brezo y el escobezo le dio por los besos”, “de la melosilla hizo astillas”, “al barbusano no le dejó un hueso sano”… Estos versos nos hacían comprender el lugar que ocupaba, y ocupa, el acebuche a la hora de ser comparado con otras maderas. La dureza y flexibilidad de sus varas quedaban, por lo tanto, disculpadas.

Y deben ser éstas cortadas cuando la luna esté en su menguante metido y la savia duerma su profundo invierno. Nos aconsejaba para ello observar al satélite en el mes de febrero, después que los fríos hayan aletargado la sangre del árbol y ésta, en inerte actitud, no fluya lo más mínimo a la hora de ser amputada la rama. De otra manera la madera tendería a estallarse y a llenarse de rajas.

La amputación principiará el momento en que la vara deje de ser rama de árbol para convertirse en madera de palo. Se ha de hacer de la forma más sencilla y limpia posible, sin cortes chapuceros que estropicien su corteza ni golpes erróneos que dañen al mato. Sin necesidad de encomendarse a dios o a cualquier otro tipo de altísimo que nos sugiera algún rezo específico a la hora de realizar esta operación, un corte realizado con una sierra de dientes no muy largos es suficiente para evitar cualquier clase de mal de ojo. Hecho esto, las varas las guardaremos en un lugar a la sombra, sin excesiva humedad en el ambiente. Así irán secándose poco a poco, progresivamente, al resguardo de largos soles de verano y calurosas temperaturas. Ya les llegará el momento del fuego.

Encontrarnos con un acebuche que nos proporcione una rama bien derechita será cosa de un destino inusual. En el caso más que probable que así no sea empezaremos, ya desde el proceso de su secado, a enderezarla. Para ello podemos atarla a una viga, poste, madero o algo similar que posea la rectitud adecuada que nuestro garrote intentará imitar. Pero será el fuego el que nos permitirá darles la forma deseada a todos los cambalaches y curvas que nuestra rama trae consigo.

El calor de una buena hoguera nos ayudará a ir calentando, que no quemando, las varas que aproximadamente hará un año que hemos cortado. Si las prisas nos apuran, mal comienzo éste, podremos acortar este espacio de tiempo sacándolas de vez en cuando a la semisombra de la parra del patio o a la tibieza de los últimos rayos de sol de la tarde. Es posible que así en medio año consigamos que estás hayan secado lo suficientemente como para aplicarles el siguiente proceso.

Trataremos con el fuego darles calor poco a poco, no de forma brusca ni repentina. Conviene para ello dejarlas un buen periodo de tiempo a una distancia prudente de las llamas, o de las brasas, dándoles vueltas de vez en cuando. Tampoco es mala idea untar los palos con sebo de cabra. Esta grasa ayudará a que el calor penetre de una forma más homogénea en las entrañas de la madera.

Y será esta brasera fiebre la que nos permita que la madera de acebuche adquiera todavía una mayor flexibilidad de la que ya posee por atributos propios. Es entonces cuando, apalancado el palo en un sitio adecuado para ello, podremos empezar a enderezar aquellas curvas que pretendemos eliminar.

En esta delicada operación, donde forzamos a la naturaleza a adoptar una posición que ella no ha elegido, está de más decir que tenemos que poner todos nuestros sentidos en lo que estamos haciendo. No debemos oír gritar de dolor a la madera ni sentir ningún extraño crujido en su interior. “Palo que nace doblao, jamás su tronco endereza”, y nosotros vamos a contradecir esta razón. Por lo tanto es mejor que esta contradicción la hagamos poco a poco. Si vemos que el palo se niega, volvamos con él de nuevo al fuego. El calor hará que atienda a sinrazones. Después de muchos apalancamientos y fuerzas contrapuestas, el palo, que poco a poco se va convirtiendo en garrote, adquirirá la forma deseada. Para mantener esta nueva posición podemos dejarlo enfriar con algo que nos permita fijar esta nueva postura. El peso de piedras considerables, una buena maceta o amarrándolo firmemente a una viga son opciones válidas. El fuego, aparte de permitirnos que el acebuche se vuelva lo suficientemente maleable como para “jugar” con él, nos facilitará la operación de desconcharle o retirarle la corteza. Al mismo tiempo le proporcionará el temple que un buen garrote necesitará. Después lo enfriaremos a base de emplear un trapo mojado en agua o bien dejaremos que sea el sereno de una noche clara quien lo haga.

Una vez que nos demos por satisfecho con la vara que en nuestras manos reposa es conveniente untarla con sebo y dejarla unos cuantos días al sol y al aire. Entonces habremos terminado con nuestra operación de pequeños hechiceros pertenecientes a una especie aun no extinguida que juegan a ejecutar sus rituales de luna, agua y fuego.

Todos estos procesos lo hemos aprendido de pastores de nuestras islas que a su vez lo aprendieron de pastores de sus islas. Citas encontraremos en las crónicas de nuestra prehistoria donde nos hablan de aborígenes canarios dándole fuego a los palos. Permítanme que en esta ocasión simplemente cite al Maestro de Garrote Venezolano, D. Eduardo Sanoja, que en sus versos, al otro lado del Atlántico, nos dice:

… si lo coge en tiempo malo se le rajará después, por eso el corte del palo en menguante debe ser.…luego enciéndase una hoguera pa’que lo ase bien asao, no se pase de candela porque queda requemao.

Quémelo solo la concha pa’que le quede dorao. Alíselo rapidito antes de que haya enfriao y úntelo con grasa e’chivo pa’que quede retemplao.

Déjelo a sol y sereno hasta que se haya curao y pa’eso se necesitan 30 días bien contaos.


El garrote en nuestras letras”. --Eduardo Sanoja- Irene Zerpa

Y en memoria de quienes nos transmitieron estos conocimientos, nuestros garrotes descansaran a la sombra de un viejo acebuche en espera de blandirse en juegos y disputas en los que el diablo, a lo sumo, solo podrá sentir envidia. Si se atreve, que se vuelva a aparecer hecho un hombre.…desde el sureste de Gran Canaria, un abrazo


*Eduardo González es investigador, artista y maestro de Juego del Garrote Canario, fundador de la Escuela La Revoliá.

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